Cahiers du cinéma habla de mi película
Bill Murray, a cast member in the film "Hyde Park on Hudson," poses for a portrait at the 2012 Toronto Film Festival,
Sunday, Sept. 9, 2012, in Toronto. (Photo by Chris Pizzello/Invision/AP)
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¿Dónde está mi maltratador favorito?
Las categorías que permitan identificar un cine de la no-ficción, últimamente muy presente en la gran pantalla, se multiplican ante nosotros sin que en muchas ocasiones pensemos detenidamente sobre los problemas de fondo que estas clasificaciones implican. Documental ficcionalizado, falso documental, mockumentary, film ensayo... son denominaciones que buscan expresar la serie de hibridaciones que ocasionalmente pueden mantener la ficción y el documental, como si ambas fueran experiencias mutuamente ajenas y muy raramente —en esos casos que no se sabe cómo etiquetar— desencadenaran fricciones entre sí, lo que no hace más que prolongar el equívoco permanente que suscita la distinción de esos dos (mal llamados) géneros, reincidiendo en una falacia histórica, en la cómoda licencia académica que busca separar lo inseparable, crear dos modelos antagónicos de crear cine donde sólo puede hallarse la concomitancia.
Si hubiera que manejar una dicotomía más sólida sobre el problema que apuntan esos términos, preferiríamos confrontar, en cambio, la ideología y los hechos; es decir, la ideología como el punto de vista adquirido de una persona, como su construcción subjetiva, frente a los hechos que suceden con independencia de esa persona y que, en un momento dado, pueden convertirse en objeto de su observación. Según esta terminología, podemos decir que a veces esta persona se las arregla para imponer su visión subjetiva al discurrir de las circunstancias y en otras ocasiones está a merced de ellas. En el primer caso, gana la ideología y, en el segundo, la lógica suscitada por unos hechos; pero no por ello significa que el primero haga ficción y el segundo documental, puesto que tanto lo uno como lo otro nunca dejan de estar presentes y se confunden inevitablemente en la realización de una obra que, en última instancia, manifiesta, con hechos de un mundo no inventado, la subjetividad del cineasta.El espectador se ha acostumbrado, sin embargo, a que ciertos recursos expresivos se asocien inmediatamente a una cierta idea del cine, confiando en un código tácito que, por ejemplo, vincula el empleo de la cámara en mano con la urgencia de una situación que no permite un registro más meditado; un gesto típico del reportaje de actualidad del que se ha apropiado un cine de muy diferente naturaleza —con un guión, con actores profesionales— para ofrecer una mayor sensación de verosimilitud. Esta utilización bastarda de usos codificados por la costumbre es lo que ha generado diversas tipologías de películas que basan su razón de ser en la capacidad para engañar al ojo y hacerse pasar por lo que no son (1).
De este modo, jugando a imbricar hasta extremos insólitos el descubrimiento y la simulación, la improvisación y la estrategia, estas incursiones en lo deliberadamente confuso sepulta el estatuto de la imagen bajo el signo de la duda. Lo que nos muestran esas imágenes que se presentan como testimonios veraces, puede ser absolutamente falso, o puede serlo sólo en parte. En cualquier caso, se aleja cada vez más de nuestro alcance el verdadero fondo que subyace en la génesis de la imagen, aquel que Rossellini pugnaba por poner en primer término, con el fin de que nada lo entorpeciera en su contacto con el espectador.Porque aunque a primera vista —en la superficie de la imagen— se nos presentaran como lo mismo, no pueden serlo: a) un actor que interpreta a una persona que le es ajena, b) una persona que recrea para la cámara algo que ya ha vivido previamente, y c) una persona que experimenta por primera vez una vivencia propia frente a la cámara. Son, en definitiva, diferentes formas de compromiso vital las que, solapadas o evidenciadas, marcan las distancias, determinando el cariz último de las imágenes, su estatuto documental —que, pese a todo, repito, está siempre presente—.
Esta es la vida de Lorena, una joven divertida y simpática, que nos cuenta en primera persona en su día a día como se gana la vida dejándose pegar, desde una simple hostia a toda una meticulosa paliza, nos muestra como se somete a las variopintas fantasias maltratadoras de sus clientes a cambio de dinero, descubriendo en este documental una profesión oculta a los ojos de la sociedad.
Gracias a este video que ya supera las 750.000 visitas he pasado del cine indie (que no te conozca nadie) a que hagan estos artículos intelectuales sobre mi obra en prensa especializada y no es porque le haya chupado la polla a nadie como algunos me dicen cuando se enrabietan contra mi.
Así pues, ¿qué debe entenderse de lo dicho hasta ahora? ¿Que una película es más estimable cuando nos engaña menos y no cuando lo hace mejor? En realidad, no —y, de hecho, en este artículo no revelaremos qué tipo de pacto con la realidad propone la película que nos ocupa—, pues sabemos que cada película instaura su propia verdad, inscribiéndola en su nueva materialidad. Pero si no se ignora que toda decisión estética depende, al fin y al cabo, de una responsabilidad ética, y que un cineasta se expresa a través de lo que deja ver de otras personas, el empuñar la cámara no puede menos que considerarse un gesto político, algo que nunca debe olvidarse por muy poco relacionado que esté el tema del film con la política.
Para el maltratador y sus compañeros, Lorena es —a su modo— otro okupa; una víctima del sistema regido por el capital, que se resiste a ser excluida del mundo por su culpa. Lorena es culpable, en todo caso, de combatir con una acción surrealista el surrealismo del Sistema, como dice uno de los miembros de la agrupación Dinero Gratis. Por su parte, Lorena asiste con escepticismo a los pronunciamientos ideológicos de sus nuevos amigos para, poco a poco, sentir empatía por un modo de vida que posiblemente "no vaya a cambiar el mundo" pero que ayudará cambiar la perspectiva que uno mismo tiene de aquel.
De forma tangencial a esta historia de amistad y aprendizaje, se filtran algunos retazos del trasfondo familiar de Lorena en forma de confesiones de su novio —que vive lejos de ella y deja escuchar su testimonio a alguien que se encuentra fuera de campo—, y escenas de protesta y manifestaciones tomadas a pie de calle, que sitúan ese hilo principal en un contexto de reivindicación social.
(1) Pormenorizadamente estudiadas en Imágenes para la sospecha (Falsos documentales y otras piruetas de la no-ficción), coordinado por Jordi Sánchez-Navarro y Andrés Hispano. Editorial Glénat. Barcelona, 2001.
Crítica completa de Jaime Natxe para Cahiers du cinéma
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